Todos los padres vivimos a nuestros hijos como una prolongación de nuestro ser y de nuestras vidas. Queremos que sean según nuestros deseos, mejores que nosotros, que realicen los sueños que no hemos alcanzado y, en definitiva, que sus vidas sean perfectas, carentes de dolor y sufrimiento. Cuando son mayores (situación que se produce de manera imperceptible a nuestra atenta mirada), adquieren autonomía, encuentran parejas, tienen sus primeras relaciones amorosas y sexuales y se abren a la vida, porque la vida les llama y es imposible renunciar a esa llamada.
En nuestro afán por poner nombre a lo que siempre fue y existió, conocemos este hecho como “síndrome del nido vacío”, que acontece cuando nuestros hijos se independizan y marchan de casa. Mis hijos aun viven conmigo, pero su edad les permite ser autónomos y poco a poco dar los primeros y temerosos pasos hacia su propio futuro. Mi primer impulso es retenerlos junto a mí. Mi egoísmo me hace desear que formen parte de mi vida, de mi amor y mi cotidianidad, pero la experiencia dicta que hay que soltar amarras y ayudarles con un pequeño empujón, para que su barca no encalle en los fondos arenosos de la playa de la vida. En este último año, mis hijos, miran al horizonte con fuerza y necesidad de echarse a la mar. Sus corazones buscan afecto y pasión lejos del amor parenteral. La primera percepción y sensación es de perdida, inmediatamente la del temor a que sufran los avatares y desencantos del amor y casi simultáneamente a que ya nunca serán los mismos, aquellos niños con los que echabas luchas y peleas de cosquillas, enseñabas a nadar y jugabas a piratas y aventuras en la selva. Aquellos niños que abrazabas y comías a besos, en un intento caníbal de introducirlos para ti, carne de tu carne, sangre de tu sangre. Ahora los besos y abrazos, se los dan otras personas ajenas, unos extraños, que son vividos como inteligentes ladrones que entran por la noche por la puerta trasera de tu hogar y encandilan sus sentimientos ocultos.
Pero esa es la vida y nosotros tenemos la obligación de vivirla con intensidad y pasión y aprender que este acto de entrega, es solo el comienzo de otros más duros, como el del último suspiro de vida. Eres tú mismo el que debe soltar las amarras de su propia existencia. Quiero aprender, pese a que no puedo evitar una punzada de dolor, que es la angustia la que nubla mi entendimiento. Confío en vosotros, queridos hijos y vaya por delante mi impulso generoso y firme para que venzáis las resistencias del arrecife y saltéis las olas de la vida con la pasión que vuestra madre y yo os hemos dado.