La papelera del andén

¿Olvidáste el libro de lectura en estos días de descanso?.
No importa, seguro que te alegras cuando leas lo que Pepa Rivera, ha tenido a bien compartir con nosotros. Generosa, romántica y tierna, como el relato que hoy nos cede.

¡Disfrutémoslo….! Gracias Pepa

La papelera del andén

Parecía humo y sin embargo era una especie de nube terrosa, opaca, la que cubría allá a lo lejos la ciudad. Un horizonte que se iba desvaneciendo en su retina a medida que el tren se alejaba y se convertía en una especie de celaje sucio y polvoriento.

Apenas quería mirar atrás… Deseaba abandonar su presente y tal vez su futuro, ahora que viajaba hacia el pasado. Volvía a su pueblo, a su antigua casa, a lo que él consideraba su verdadero hogar, empezaba a comprender que, hasta ahora, solo había estado en lugares de paso. A través de la ventanilla, salpicada por pequeñas gotas de lluvia, donde se extendía un fondo de campos ocres, árboles desnudos y pequeñas aldeas, parecía querer entrever lo que había sido su vida. El ruido acompasado de la máquina y el ligero traqueteo de la marcha, casi le adormecía.

 

Como en sueños, le venían frases y recuerdos del pasado, “¡que viene el tren, corre, corre!”… y corrían; una tropa de niños se afanaba pretendiendo alcanzar al tren, mientras que les envolvía el humo negro y denso, que exhalaba la máquina. Aún podía percibir su olor. Otras veces pegaban la oreja a los raíles, a través de los que se transmitía el sonido del tren acercándose, y trataban de adivinar el tiempo que tardaría en llegar, haciendo apuestas para ver quien acertaba. También ponían chapas sobre las vías, que después del paso de las ruedas del tren sobre ellas, quedaban calientes y lisas como pequeños discos aplastados

Era allí, donde siempre había estado su casa, al lado de las vías del tren… Amanda… también allí había estado siempre Amanda. ¿Qué habrá sido de Amanda?… Desde aquella tarde en la estación, hace casi cuarenta años, cuando decidió irse a la ciudad en busca de futuro, no había vuelto a saber de ella. Un “volveré a buscarte” y un “te esperaré”, fueron las últimas palabras que intercambiaron y un beso vehemente, cuyo recuerdo le provocó un dulce estremecimiento.

En la ciudad encontró un futuro, otra nueva mujer, pero ella ya tampoco estaba. Se fue un día aciago, cansada de combatir en una lucha que era únicamente de él, ahíta de vivir una vida que ya no le satisfacía. Ahora estaba solo, volvía a estar solo, como al principio, y de nuevo buscaba un futuro, o ¿era quizá el pasado?

Hacía apenas unas horas, estaban celebrando su despedida. Su jubilación. Palabras de aliento, de deseos de buena suerte, de mejoría en la salud, y de “no te olvides que estamos aquí para lo que necesites”, seguían resonando en sus oídos. Tal vez palabras vanas, quizá de compromiso.

También seguían resonando en sus oídos las palabras del médico: “tiene una usted una enfermedad arterial, una insuficiencia en el riego sanguíneo de su pierna, por eso le duele cuando camina un trecho, si usted no deja de fumar, las arterias pueden terminar obstruyéndose y al ser diabético, conlleva un riesgo mayor, podría perder la pierna…, la tos y las expectoraciones matutinas sugieren que sus pulmones también están mal, y si continua fumando puede desembocar en una enfermedad pulmonar grave, el humo del tabaco se deposita en sus pulmones lo mismo que el hollín en las chimeneas, llegará un momento en que no podrá oxigenar bien sus pulmones, tiene que cuidarse, necesita respirar aire puro, y es necesario que deje de fumar totalmente, caminar diariamente dos o tres horas  y mantener una vida sana”…

En aquel mismo instante decidió que regresaría a su pueblo, ahora que se jubilaba y nada se lo impedía, se alejaría del ambiente pegajoso y contaminado de la ciudad  y buscaría la paz en la naturaleza. Volvería a caminar por aquellos paisajes límpidos, respiraría el aire intenso y penetrante de los pinos, se encontraría con viejos amigos y recuperaría la salud de su cuerpo y, seguramente, también la de su alma.

La lluvia arreciaba, y el cristal de la ventanilla estaba cuajado de gotas de agua que caían desplazándose de manera anárquica, conformando pequeños ríos en miniatura, su contemplación le producía una especie de adormecimiento que le transportaba una y otra vez al pasado. En su pensamiento una imagen recurrente, Amanda.  “¿Qué habrá sido de Amanda?… Ni siquiera recuerdo porqué no volví a buscarla…, tendrá una familia…, seguirá en el pueblo…,  tal vez pronto salga de dudas”.

Sumido en su ensueño, ni siquiera se había fijado en las personas que viajaban a su lado, una mujer acompañada de un muchacho y una atractiva joven que apenas levantaba la vista de un libro, morena de cabello largo y ondulado y una mirada dulce y serena, que le recordaba insistentemente a Amanda. Siempre pensó que ella sería la persona con quien compartiría su vida, pero no acertaba a entender que pasó. Al principio habían intercambiado algunas cartas, que se fueron distanciando poco a poco,  hasta que cesaron por completo.

El tren se había detenido en una estación y el ruido de la campana de salida le trajo de nuevo al presente. Perezosamente, la máquina reanudó la marcha.

En aquel momento, se dio cuenta que sus compañeros de viaje habían descendido y su lugar lo había ocupado una mujer de aproximadamente su edad. Al principio, apenas se fijó en su rostro, pero durante un instante sus pupilas se clavaron insistentes en las de ella. Pensó que de nuevo imaginaba, que de nuevo su mente le traía escenas del pasado, no era posible, demasiada casualidad. Pero no había lugar a dudas, eran los mismos ojos, dulces y acaramelados, de Amanda.

 -¿Amanda?…  ¿eres tú Amanda?…  soy Pablo-.

 -¿Pablo?, -exclamó ella–  ¡no puede ser cierto!, ¿como estás?, ¿qué ha sido de tu vida?… hace tanto tiempo…

 Cierto, demasiado tiempo, pero dime, ¿vives aún en el pueblo?, ¿tienes familia?… -preguntaba Pablo emocionado-.

 –Si, ahora vivo en el pueblo, -contestó Amanda-, cuando me casé, me trasladé con mi marido a vivir a otra ciudad, tengo una hija y además tengo un nieto, pero enviudé hace unos años y volví, pues ya nada me retenía allí, mi hija tiene su propia vida, y aquí me siento más a gusto, en mi ambiente. Ahora vengo de estar una temporada con ellos. Pero y tu, Pablo, ¿qué  has hecho todo este tiempo?, ¿y de tu vida, qué ha sido?…”

 -“Yo también vuelvo al pueblo, igualmente estoy solo, acabo de jubilarme y mi salud necesita recuperarse de los malos hábitos de la ciudad. He fumado demasiado y mis arterias y mis pulmones necesitan un cambio radical de vida, tranquilidad y respirar aire puro, –respondió Pablo-. ¡Pero, aún no puedo creerlo, esto es como un sueño!, es tan extraordinario el habernos reencontrado, parece como si el tiempo no hubiera pasado”.

 Mientras el tren continuaba su rumbo inexorable, acercándoles cada vez más a su destino, había dejado de llover y un tímido sol quería filtrarse entre los jirones de nubes, proyectando una luz sutil que iluminaba sus rostros. Poco había que contar de sus vidas recientes, y atrás quedaron aquellas vivencias. Pero todos aquellos recuerdos comunes pugnaban por salir de sus labios, sustrayéndose uno al otro las palabras, recuerdos de días de escuela, de juegos, de aventuras, de un apasionado amor adolescente. 

 Y aquel intenso vínculo de afecto, que tanto tiempo había permanecido dormido, volvió a despertar entre ellos. Había tanto que recordar, tanto todavía por vivir, que les podría ocupar el resto de sus vidas.

 Atardecía cuando llegaron al pueblo, el andén estaba vacío, solo una papelera, justo en el centro, rompía la monotonía del espacio. Un andén solitario y estéril que parecía querer representar su vida, y una papelera que invitaba a desechar aquellas malas costumbres de su pasado que había que erradicar.

 

Al otro lado del andén, flotaba la bruma en aquel viejo bosque que recordaba más grande, cuando él y sus amigos vivían imaginarias aventuras. Y más allá, velado por la neblina, el pueblo, su hogar.

Bajaron del tren, y acompasando sus pasos, caminaron agarrados del brazo; sus miradas se fundían una y otra vez. Pablo respiró profundamente aquel aire limpio que le traía a la memoria tantos olores y sonidos, de los campos en otoño, de la tierra mojada por la lluvia, de las voces infantiles, de la campanilla de la estación…

Al pasar junto a la papelera del andén, aquel objeto sucio y discordante en medio de aquel espacio solitario, introdujo lentamente la mano en el bolsillo de su chaqueta, y sacó una cajetilla de tabaco, la última cajetilla de tabaco, que como un ritual depositó en el fondo. Este pequeño gesto, fue como un símbolo del cambio trascendental que iba a experimentar su vida. Ahora comenzaba a vivir de nuevo su pasado que se había transformado en un futuro esperanzador.

Parecía humo, y sin embargo esta vez era niebla, jirones de niebla fresca y transparente que se colaban a través de los árboles y empapaban de vida  sus pulmones.

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PEPA RIVERA