Como ya he reflejado en otros lugares de este blog, me encanta la ciencia ficción. Es posible que sea una reminiscencia de mi infancia, tanto de mis lecturas de Julio Verne, que cimentaron mi afición por la literatura, como de algunas series televisivas de la entonces incipiente televisión, tales como “Viaje al fondo del mar” o “Planeta prohibido”.
Aquellas series motivaron todo un mundo de posibilidades,… todo era posible en la existencia, porque la existencia es tan prolija, que es imposible de aprisionar a golpe de los sentidos convencionales. Mis lecturas de la juventud se centraron en los llamados maestros de la ciencia ficción, los clásicos, a saber: Isaac Asimov, Stalislav Lem y Arthur C. Clark.
Este trió de ases presenta una tónica común que les avala y es que los tres son científicos y ponen a disposición del lector sus profundos conocimientos en física, bioquímica u otras materias. El ruso-americano Asimov era bioquímico, el polaco Lem era médico (creo que no llego a terminar la carrera) y Clark era ingeniero. Ellos eran inigualables, su ciencia era ficción o mejor dicho “su ficción era ciencia” y los mundos que habitaban eran productos del enorme desarrollo científico y tecnológico del siglo XX.
Pero este trió no podría estar del todo completo, sin un cuarto escritor, un escritor atípico, no científico, que mas que la ciencia le preocupaba lo ontológico, la filosofía, la religión y en definitiva, la existencia. Podríamos llamarle, el más metafísico de los escritores de ciencia ficción. Si hablamos de uno de sus libros más conocidos “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”, casi nadie sabrá a quién me estoy refiriendo. Si decimos que este libro inspira el gran film de Rydley Scott “Blade Runner” o inspira otros films de culto como “Matrix”, podremos tener más pistas.
Estamos hablando del americano Philip K. Dick, uno de los grandes de la literatura, que elevó el género de la ciencia ficción a género literario con mayúsculas. Tengo este recuerdo de él, porque leí el otro día un texto suyo, quizás de los más enigmáticos y filosóficos: “La transfiguración de Timothy Archer” y eso me llevó a releer “Los androides sueñan con ovejas mecánicas”.
Dick, que murió en la más absoluta de las indigencias, olvidado y denostado por los suyos en la California del movimiento hippy, las drogas y la ruptura de valores tradicionales, siempre se pensó que podía ser un esquizofrénico. Cuando yo oigo tales sandeces, solo puedo imaginarme a Dick, con su risa de niño terrible y murmurando “pobres seres insignificantes”.