Hace escasamente dos fines de semana experimenté una fantástica experiencia. En la cuna del misticismo español, recibimos las primeras nieves del otoño-invierno. Fue algo inesperado y como todo aquello imprevisto, estuvo rodeado por el misterio y la alegría de lo nuevo.
Muchas han sido las ocasiones que he visitado Ávila, he vagabundeado por sus calles, he disfrutado de su museo de la mística y he fantaseado con ver por las calles a Teresa y a Juan, discutiendo de Dios de la Orden y de sus problemas organizativos. Más de una vez, he creído vislumbrar en un pequeño rincón de piedra de esta vetusta ciudad, a Juan de la Cruz, escribiendo sus exaltados versos místicos de la llama del amor viva, pero en esta ocasión y sin buscarlo, el verdadero espíritu de la mística, ha venido a mí, brusca e inesperadamente, como un frio viento traído de la cercana Sierra de Gredos.
Al amanecer, una silenciosa y limpia nevada, cubría densamente la capital castellana. Todo era silencio y la piedra cobraba más protagonismo, pues la muralla abulense era un infranqueable cordón que separaba lo místico de lo profano, la poesía de lo prosaico. Todo era silencio y por ello, se podía palpar la densidad de lo eterno en cada paso, en cada esquina. No es coincidencia que lo más selecto de la mística universal, se diera cita en esta pequeña ciudad: Teresa de Jesús y Juan de la Cruz.
La mística es sobriedad, limpieza, desnudez, como lo es la piedra pulida, el espíritu castellano; pero también es pasión, amor y llama, aunque sea hacia dentro. Es una implosión de la fuerza más potente del universo. Eso he sentido este corto fin de semana en Ávila, sobriedad, silencio, pureza y pasión. Sus primeras nieves trajeron algo, y ese algo superó el fenómeno meteorológico, para convertirse en un fenómeno del espíritu: el silencio denso, calmo y abrasador que sin duda me ha ayudado en la toma de decisiones, para mí importantes, de estas últimas semanas.