No me cansaré en este blog de resaltar la “fuerza de la vida”, ese misterioso halito que penetra toda la existencia.
Cuando charlo en animadas discusiones con un amigo mío biólogo, sobre la organización de la vida, él me refiere una y otra vez, que la vida, como fenómeno (o mejor epifenómeno) de lo biológico, se fundamenta en distintos niveles organizativos. Para él, igual que para la mayor parte de las mentes materialistas que pueblan estos tiempos desacralizados, la vida no deja de ser una continua búsqueda de una mayor organización y estabilidad atómica.
Cuando átomos y elementos se organizan en estructuras más complejas, no sólo se genera vida, sino que ésta se hace más compleja y sutil. Esta idea fue la que alimentó los famosos experimentos de los años 50 y 60 en el laboratorio de Miller y Urey. Este científico americano, al igual que si fuera un Frankenstein moderno, llenaba sus matraces de las moléculas más primordiales y, sometiéndolas a descargas eléctricas que simulaban la supuesta atmosfera primitiva, solo era capaz de ensamblar torpemente estas moléculas en grandes cadenas de principios inmediatos… Pero la vida era inexistente, le era esquiva.
Las moléculas de la vida: El experimento de Miller y Urey (C. Sagan/Cosmos)
Sesenta años después, y pese a los grandes avances en la ciencia y tecnología, la vida sigue siendo esquiva a los ojos de la ciencia. Aún no ha aparecido el Víctor Frankenstein que sea capaz de generar vida de lo inerte, así que debemos esperar, o jugar a los dioses.
Otro buen amigo mío, este astrólogo, me deleita en la discusión sobre la universalidad de la vida: ¿Es la vida un fenómeno presente en todo el universo?, ¿sólo existe la vida basada en el carbono?…Preguntas lícitas para la ciencia, pero con un gran trasfondo epistemológico y teológico.
Pero realmente lo que me sigue asombrando, es la tenacidad de la vida, esa especie de empeño en pase lo que pase, BROTAR, porque la vida brota en cualquier rincón, en cualquier lugar, en cualquier condición. Capaz de brotar de la nada, en la Antártida o en el desierto del Sahara, en un jardín y entre las grietas de los ladrillos. Por eso me llama la atención, cómo la belleza es capaz de aparecer alejada de los ojos del ser humano, en la grieta de un antiguo escalón de un antiquísimo Monasterio Cisterciense. ¿Hace muchos siglos algún monje atento habrá descubierto esta pequeña representación del cosmos entero? Nos quedaremos sin saberlo, pero invito a los lectores a descubrir la vida que brota en los rincones más recónditos de nuestro universo.