Al zoológico de mi ciudad le llamábamos “La casa de fieras” y fue allí donde aprendimos a ser aventureros, exploradores y científicos. Han pasado más de cuatro décadas y me encuentro frente al ventanal de la biblioteca de lo que antes eran las jaulas que albergaban a las fieras inquietas que paseaban de manera agitada y sincopada de un lado a otro de sus tristes y húmedas celdas solitarias.
Mirando al frente, los grandes cedros me saludan con sus ramas al viento recibiendo al entrañable otoño. Desde aquella perspectiva imagino, siento y veo frente a mí, a aquel muchacho agarrado a los barrotes con la mirada fija en el pesado y regio león, que posa su triste y altiva mirada en él. Yo ahora soy como aquel viejo animal, el niño se ha evaporado en numerosas vidas que zozobran en la tempestad de la existencia. Miro fijamente a ese muchacho que, con su mirada, toca mi cansado corazón diciéndome con voz susurrante: “ Aún estoy contigo viejo amigo, porque tú estás hecho de mis sueños y si miras dentro de tu interior, allí me hallarás, siempre cerca, siempre pegado a tu alma”.
Salí al exterior, abracé un viejo roble, respiré profundamente y deposité en la mullida hojarasca el libro que estaba leyendo. Aquél fue mi regalo a ese lugar y al alma del viejo león. Estoy seguro que a mi amigo Gibram no le importará que entregue su alma a un desconocido paseante o a un niño soñador como yo.