Cuanto nos gusta pavonearnos, sobre todo a los hombres de ciencia, del magnífico y tremendo auge que el saber y la tecnología están experimentando en este iniciado siglo XXI.
Es cierto que los avances tecnológicos en los últimos 50 años, han facilitado un salto cuántico en la comprensión de nuestro mundo y de nosotros mismos. La revolución científica parece no tener límites y raro es el día que los teletipos no vomitan cientos de noticias sobre el cáncer, la salud en general, las fronteras de la astronomía o las múltiples revoluciones tecnológicas que hacen que nuestro mundo se globalice y sea más cómodo e interactivo.
Pero no puedo dejar de pensar en las imágenes que asaltan a nuestros hogares de sufrimiento, dolor y muerte. Hace unas semanas, nuestra retina se impactó con las crueles imágenes de cientos de ciudadanos sirios que convulsionaban y se retorcían de dolor, por la utilización de gases letales como armas químicas contra la población civil inocente.
Es increíble que en pleno siglo XXI, en lo que fuera la rica, culta y sofisticada Siria ancestral, se puedan desarrollar estas situaciones, que nos hacen evocar los campos de exterminio nazis, la crueldad de las torturas y la sinrazón humana elevada a la animalidad.
Mientras estas acciones se producen y miles de inocentes sufren, las naciones llamadas eufemísticamente “civilizadas”, esperan un dictamen de la ONU para condenar tímidamente, lo que a todos nos parece la mayor aberración del género humano. Mientras USA, en su tónica habitual, sopesa el despliegue militar, la Unión Europea se pone de perfil y dedica todos sus esfuerzos a saquear los bolsillos de los contribuyentes.
Me parece una canallada que el género humano se oculte tras ese velo de indiferencia. ¿De qué sirven los avances tecnológicos y científicos, cuando lo más salvaje del ser humano, nos hace comportarnos peor que los más despiadados depredadores? Más que nunca, y como decía Plauto: Homo homini lupus est