Han pasado ya cinco largos e intensos años en los que me sentía sumido en las espesuras de una profunda depresión. Mi mundo carecía de sentido y la existencia me había puesto patas arriba el orden establecido de mi vida haciéndome vagar a la deriva como una madera en el embravecido mar. Mis intereses habían desaparecido, los días se sucedían lentamente y un profundo dolor me agarraba por dentro sin dejarme respirar. Una amiga psiquiatra a la que furtivamente le relate mi estado de ánimo, me recomendó un libro de un desconocido poeta francés. Era un extraño libro que hablaba de la muerte y lo más paradójico es que aquel desconocido hablaba desde el dolor de la pérdida de su padre con luminosidad y desde el espíritu. Hablaba desde la experiencia trasformadora de la muerte como una vuelta a casa, a nuestra propia esencia, al verdadero origen de la vida eterna, el origen de todo. Aquella lectura me conecto con mi propia esencia y como rezaba el título de aquel delgado libro, me hizo “Renacer” a otro estado de consciencia haciéndome emerger del estado en el que había estado sumido. Como si un salvavidas me arrastrara a la superficie, fui lanzado hacia el espacio abierto y pude respirar. Recordé en aquellos momentos como el poeta Rilke describía como la visión de un almendro en flor le saco súbitamente de una depresión y lo entendí.
Poco a poco fui indagando y descubriendo a aquel desconocido poeta que vivía recluido en una casa de la región de Burdeos que era amante de las flores y amigo de los gorriones. Otro motivo para estar más cerca de este hombre. Compartía conmigo el anhelo de soledad, el gusto por la naturaleza, las flores y su amistad con los juguetones gorriones. Con un gran anhelo espiritual su primer libro conocido había versado sobre una persona que a ambos nos marcó, San Francisco de Asís. Era lógico que sintiera afinidad por aquel desconocido que me había sacado de la tristeza a través del susurro de las palabras de su obra. A partir de ese momento, ese desconocido autor francés fue cobrando más protagonismo en mi vida y su obra no solo marco la mía propia, sino que a través de su traductora española pude establecer con él una bella e inusitada relación epistolar donde hablábamos sobre la vida, las flores o cualquier trasunto humano. En alguna carta yo le trasmitía algún texto de mi última obra y el me daba siempre su sincera opinión. En algún momento me atreví a proponerle conocernos personalmente, sacarle de su aislamiento deseado, pero el siempre respondía que solo a través de su obra podría conocerle y encontrar su intimidad de ser humano. Esperaba anhelante sus cartas escritas a mano, con sus grandes letras y enérgico trazo donde destilaba unos breves párrafos de su profunda y humilde sabiduría franciscana. Uno de sus momentos más jubilosos fue cuando le regale una fotografía del interior de una orquídea que yo mismo realice y cuya reproducción tengo yo en mi despacho y me contesto: “las fotos de sus flores parecen vivas”. Ese corazón de la orquídea seria nuestro pequeño secreto, el vínculo que solo a nosotros dos nos unía, al maestro y al pupilo.
Con motivo de mi último libro le remití un ejemplar, pues estaba dedicado a él, suponiendo que sería de su agrado y le ilusionaría el detalle. La carta no fue contestada. Le remití otra carta ante la extrañeza de su nula respuesta, interesándome por su salud y el estado de las cosas. Tampoco recibí respuesta. Hace unas semanas me entero por mi amiga traductora que nos puso en contacto, que el maestro había fallecido. Mi primera emoción de tristeza dio paso a la incredulidad y a una sensación de orfandad profunda. ¿Habría llegado el maestro a leer mi libro?, ¿qué le habría ocurrido?, ya no recibiría ninguna misiva suya y no tendría la oportunidad de leer sus cartas, disfrutar de su sabiduría, interpelarle con mis preguntas, en definitiva, la muerte me lo había arrebatado. Esa misma sensación de vacío y de nihilismo la había sentido cuando falleció mi buen amigo Jose Luis Sampedro, pero en el caso de Jose Luis era más lógico, le conocía personalmente, mis vínculos afectivos habían sido más estrechos y mis recuerdos intensos de sus últimas semanas de vida habían dejado una profunda huella en mi interior. Pero el caso con este pequeño y humilde poeta francés era el mismo. Mi sensación de pérdida había sido la misma, sentía que había perdido al amigo, al poeta, al maestro.
A las pocas semanas me decidí a leer un libro suyo y la magia se produjo, nunca antes lo había sentido así con ningún autor. Mi maestro, mi amigo estaba allí hablándome. Aquellas palabras me las dedicaba a mí, era como si yo leyera una de sus cartas, pues él tenía razón, el seguía vivo en aquellas palabras. Cuando leía, le veía y sus palabras las hacia mías, penetraban en mi interior de manera atemporal y acariciaban mi alma reconfortándola. Mi maestro vive en mí, vive en su obra y siempre me acompañara rodeado de gorriones a recoger flores en el campo cercano a su casa.
In memorian a Christian Bobin