¿Quién no ha tenido la experiencia cercana o personal de tener algún conocido que tiene a su padre o madre en una residencia de la tercera edad?. También somos conscientes del escaso número de establecimientos públicos, pues gran parte de las residencias de mayores son concertadas o privadas. Hace algunas décadas los mayores formaban parte integrante y activa de las familias, pero avanzando los tiempos, las familias se han convertido en nucleares, constituidas por los padres y uno o dos hijos lo máximo. Atrás han quedado las familias extensas donde convivían padres, hijos, el abuelo e incluso tíos o primos. La trasformación de la sociedad ha conllevado una trasformación de la familia.
En las culturas triviales y no occidentales, el papel del mayor es crucial para la estabilidad social; aporta sabiduría y sirve de correa de trasmisión entre generaciones. En el mundo occidentalizado y apresurado de la modernidad, el papel del mayor, no productivo laboralmente, es un estorbo para las familias y para la propia sociedad. Como afirmaba el psicólogo americano James Hillman, “el mayor es un estorbo, ni sirve para nada ni se siente útil y no le queda más remedio que demenciarse”.
La institucionalización del mayor conlleva un alejamiento de las estructuras vivas de la sociedad. Incluso las propias residencias se convierten en guetos desgajados del tejido social. Por ello y entre otras cosas, debemos tratar de integrar los centros residenciales en la estructura sociosanitaria de nuestro tejido social. Los centros de mayores son una importante oportunidad de integrar los cuidados de media y larga estancia sociosanitaria y se convierten en claros exponentes de coordinación sociosanitaria. ¿Por qué no lo vemos? Seguimos perdiendo oportunidades para la integración de un modelo que nunca debería haberse atomizado.
Estas reflexiones y otras surgieron en el interesante debate del V Congreso de Edad y Vida sobre Dependencia y Calidad de Vida.