Con el paso de los años mi vida se ha ido simplificando. La vida, como un largo camino, te enseña con dureza inapelable, que debemos ir ligeros de equipaje y desechar lo superfluo para quedarte con lo esencial. Bien lo aprendí esto, cuando hace años hice el camino de Santiago y mi mochila cada vez se iba haciendo más pequeña a cada etapa. A lo largo de los años, las personas vamos aprendiendo que la vida se compone de pequeños y grandes momentos que representamos como un cuadro magistral. Nuestro compañero de camino, Thoreau, hablaba de que la vida es una pequeña obra de arte y que nuestra grandeza consiste en vivirla y experimentarla con la maestría de un maestro artesano. Con el paso de los años, la actividad vertiginosa se ha ido convirtiendo sin apenas darme cuenta en contemplación. Cada vez necesito menos cosas para vivir, una compañía agradable y amorosa, los rayos del sol acariciando mi rostro, una larga y profunda contemplación de mi entorno, quizás un bello paisaje o por el contrario una minúscula hormiga arrastrando una miga de pan. Cada objeto de mi entorno se convierte en una larga y profunda meditación. Y si a esto se añade una interesante lectura, acabamos con mis necesidades vitales. Mi comida es frugal, mi sueño ligero y mis ropas no requieren de ostentosidad y elegancia. Cuando realizo un pequeño retiro en algún monasterio, envidio a los monjes, sumergidos en su tiempo eterno, envuelto en su trabajo, oración y lecturas. Si no fuera un hombre de mundo, me retiraría a un “fugus mundi” de un apartado monasterio o quizás como hizo nuestro amigo Thoreau, a una apartada cabaña en lo profundo del bosque acompañado de mis libros y mis cuadernos de notas para ser testigo de la realidad infinita y profunda que nos rodea. Allí podríamos ser testigos del vuelo de las aves, de las motas de polvo danzando en un rayo de sol o del cambio de color de la hojarasca. Que bellos espectáculos todos ellos, que sinfonía de colores, sonidos y texturas.
Acabo de toparme con un escritor que pertenece a la “cofradía de los caminantes”, es decir un amigo de Thoreau, se llama Sylvain Tesson y este hombre despierta mi interés pues es una mezcla de meditador en acción, con la pasión por los viajes de Richard Burton. Es una mezcla de Thoreau y de Hemingway y en su vida literaria, que es la misma que su vida real, compatibiliza el hedonismo de un epicúreo con la sobriedad de un estoico. Acabo de terminar de leer su libro “Una vida sencilla” donde relata como en el año 2011 se recluye en una vieja cabaña en Siberia durante 6 meses con más de 60 libros, sus aromáticos puros y las viandas para sobrevivir durante un largo tiempo. Leyéndolo no solo me producía envidia, sino que me sentía profundamente identificado, pues Tesson tras su experiencia salió trasformado en un hombre más sabio. Allí aprendió a observar, a escuchar el silencio y lo más importante, a enfrentarse a sus miedos y ansiedades. Los antiguos padres del desierto, que el propio Tesson menciona en su libro, marchaban solitarios a la Tebaida egipcia en busca de encontrase con Dios, es decir de encontrase con ellos mismos, estableciendo una despiadada lucha con los demonios interiores, los Logismoi que denominaba Evagrio Póntico y otros atletas espirituales como Antonio Abad o Macario el viejo. Tesson aprende a percibir la textura del tiempo, a escuchar por igual los latidos de su corazón, así como el viento en el páramo y enfrentado a la nada existencial, se convierte en un “Hombre Universal”, pues la percepción de su insignificancia, le conecta con todo, porque todo esta interconectado y cada hilo del tapiz de la existencia este tejido inescrutablemente con mano sabia en una bella sinfonía. Gracias Sylvain por revitalizarnos el arquetipo del monje, del solitario, del Hombre del páramo y gracias por formar parte como nosotros del grupo de amigos de Thoreau.